Un día más la
gente prepara sus peroles para salir en busca de un sitio donde le dejen una
manguera a costa de largas filas, calor y extensas distancias, o recurrir a
otras medidas más extremas, hoy en el barrio no hay agua como casi todos los días
y hay que trasladarse hasta un barrio vecino esperando que allí si haya.
Los niños prestan
sus carritos para que la carga no se haga tan pesada, la gente comienza a
ingeniarse mecanismos para llevar más agua en menos viajes y hoy como ayer
salen todos, nuestros niños, los jóvenes, mujeres, ancianos, todos, se acabó el
confinamiento.
Mientras tanto en
las casas suenan cantos de amor y alegría, la gente aprovecha para saludar a
los vecinos, para sentarse juntos y para practicar entre muchas virtudes la
paciencia mezclada con optimismo y esa dosis de chispa que es incomparable y
que solo se contempla en los valientes, en los venezolanos que al ritmo de una
salsa cargan y cargan el preciado líquido.
En nuestro
colegio exprimimos el tanque y durante todo el día con ayuda de un buen amigo y
vecino y de la hermana se organizan filas con distancia de un metro, con las
medidas justas, el tapabocas… con tal de compartir lo que tenemos lo más equitativamente
posible.
Van pasando las
horas y el agua gracias a Dios y como en el milagro de las bodas de Caná no se
termina, lo difícil de la situación es saber que esto no es nada nuevo, que no
hay novedad, que llevan mucho tiempo igual, es tan normal y común no tener
agua, que lo que por la calle se ve pasar y a una extranjera como yo le sorprende,
a ellos, nuestros hermanos les afecta en su diario, pero no les influye, total
llevan días, meses y años en la misma situación.
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